Si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les inculcaría sería abjurar de brebajes ligeros y dedicarse al jerez.
La declaración de amor de este truhán por el jerez fue sin duda compartida por Shakespeare y también por muchos de sus contemporáneos británicos.
A pesar de que Enrique VIII mandara a Catalina de Aragón a hacer puñetas, a pesar de la guerra anglo-española (1585-1604), de la Armada Invencible e incluso a pesar —o más bien precisamente a causa de— el ataque y saqueo de Francis Drake a Cádiz en 1585.
Se cree que el pirata preferido de Isabel I de Inglaterra se llevó como botín a Londres miles de botas de vino de Jerez, poniéndolo momentáneamente de moda en la capital del Támesis gracias a esta inesperada abundancia sin aranceles de por medio.
William Shakespeare (1564-1616) solía acudir con sus amigos a tabernas londinenses de ambiente literario, como Mermaid Tavern o Boar's Head, y allí en compañía se ponían todos tibios a «sack» (del español «saca»), un vino dulce procedente de España o Portugal y que se mezclaba con azúcar o especias.
Gervase Markham (1568-1637), escritor y poeta inglés conocido de Shakespeare, escribió en 1615 un curioso manual para amas de casa (Contentments or the English Huswife) con toda clase de consejos prácticos para hacer conservas, componer la mesa o elegir los mejores manjares.
En el apartado dedicado a los vinos Markham por ejemplo decía que el mejor sack o vino dulce era el de Jerez, seguido por los de Galicia y Portugal y los más fuertes de Canarias y Málaga.
Un buen jarro de jerez hace un doble efecto.
Sube al cerebro, diseminando allí todos los tontos, obtusos y agrios vapores que lo rodean, lo hace sagaz, vivo, inventivo, lleno de ligeras, ardientes y deliciosas formas que, entregadas a la voz que les da vida, se convierten en excelente espíritu.
La segunda propiedad de vuestro excelente jerez es calentar la sangre, la que antes fría y pesada deja al hígado blanco y pálido, que es el distintivo de la pusilanimidad y la cobardía, pero el jerez la calienta y la hace correr del interior a todos los extremos.
Ilumina la cara que, como un faro, da la señal a todo el resto de este pequeño reino, el hombre, de armarse; entonces toda la milicia vital y los pequeños espíritus internos se forman detrás de su capitán, el corazón, que grande y soberbio se atreve a cualquier empresa valerosa.
Y todo ese valor viene del jerez.